La lucha por la memoria logra que el Estado busque a los desaparecidos de Caaguazú

(VIDEO). El 8 de marzo de 1980, campesinos de la colonia Nueva Esperanza, Alto Paraná, abordaron un ómnibus a Asunción para denunciar la persecución de un militar que deseaba expulsarlos de sus tierras. Enfrentados a la policía, fueron víctimas de una feroz represión en los campos de Caaguazú, con cientos de detenidos, torturados, asesinados y la desaparición de diez personas. A más de 42 años, la lucha social por preservar la memoria histórica logra que el Estado asuma la búsqueda de los restos y proporcione recursos al Equipo de Antropología Forense, liderado por el incansable médico Rogelio Goiburú. #ElOtroPaís acompaña este proceso, relatando el contexto en que se dio la mayor cacería humana en la historia reciente del Paraguay.

La pala se hunde una y otra vez en la tierra…

El laborioso trabajo de un grupo de esforzados paleros va abriendo una larga zanja protegida por cintas perimetrales de color negro y amarillo, como las que usa la policía para aislar el escenario de un crimen.

¡Con cuidado, muchachos! Si sienten algo sólido al golpear la pala, revisemos con las manos —recomienda a los excavadores el médico Rogelio Goiburú, director de Reparación y Memoria Histórica del Ministerio de Justicia, incansable buscador de los cuerpos de los desaparecidos por la dictadura stronista.

Es un día sábado y el clima se muestra radiante de sol, después de varios días de lluvia, que obligaron a paralizar durante ese tiempo la búsqueda de los restos de los diez campesinos desaparecidos durante la despiadada represión dictatorial del llamado Caso Caaguazú, ocurrida en marzo de 1980, en respuesta a una movilización de campesinos de la Colonia Nueva Esperanza, en Acaraymi, Alto Paraná, quienes habían abordado a la fuerza un ómnibus con rumbo a Asunción, para tratar de llamar la atención sobre la persecución que estaban sufriendo.

Familiares de Victoriano Centurion (Centú), hijos de su hermano Venancio, quien también fue detenido y torturado solo por ser pariente. Llegaron a solidarizarse con las demás víctimas y a exigir justicia. / DESIRÉE ESQUIVEL ALMADA

Una espera de 42 años

El lugar es conocido como Collante-kue, en la compañía San Antoniomi, distrito de Juan Manuel Frutos (Pastoreo), a 17 kilómetros de la ciudad de Caaguazú, al costado de la ruta PY02. Hace poco más de dos décadas estaba cubierto por un tupido bosque, que protegía la cuenca del arroyo Guyraunguá. Ahora solo hay amplias franjas de terreno desmontado y plantas de caña de azúcar que bailan con el fuerte viento sureste.

La propiedad, que perteneció al veterano dirigente de la seccional colorada de Caaguazú, Juan Collante, había servido de base de operaciones para las fuerzas represivas y como cementerio clandestino para hacer desaparecer los cuerpos de las víctimas asesinadas. Ahora es de empresarios menonitas, que en un principio se opusieron a permitir las excavaciones, pero ante la orden de allanamiento de la Fiscalía tuvieron que permitir el acceso.

Los hijos de Juan Collante, ya fallecido, quienes heredaron parte de las tierras vecinas al lugar, administran un hotel y un supermercado en las cercanías. Al contrario de la mentalidad stronista y de la actitud represora de su progenitor, ellos se han mostrado muy colaborativos y solidarios con las familias afectadas.

Parada detrás de la barrera de cintas negro-amarillas, María Cristina Sotelo observa detenidamente a los hombres que hunden las palas en la tierra, ansiosa de que puedan encontrar los restos de su padre, Estanislao Sotelo, junto al de los otros nueve compañeros desaparecidos.

—Llevo esperando 42 años para encontrar el cuerpo de mi papá y poder darle un descanso a su alma —dice Cristina—. Todavía recuerdo esa noche en que los vi partir. Yo tenía entonces 19 años y quería acompañarlos, pero él me pidió que me quede en la colonia. Otras niñas vinieron en el grupo, Apolinaria González, quien tenía 16 años y Apolonia Flores Rotela, de apenas 12 años.

Cristina integra el grupo de familiares de las victimas del Caso Caaguazú que permanecen en vigilia bajo improvisadas carpas instaladas en el lugar, desde el miércoles 12 de octubre, cuando la fiscala Sussy Riquelme, de la Unidad Especializada de Hechos Punibles contra los Derechos Humanos del Ministerio Público, allanó la propiedad en donde presuntamente están los cuerpos de los diez campesinos, iniciando una investigación por “la supuesta comisión del hecho punible de Desaparición Forzosa de Personas, ocurrido en la dictadura del general Alfredo Stroessner en el año 1980”.

Llegar hasta aquí fue el resultado de una larga lucha, admite Goiburú, quien desde 2013 ocupa una función clave en el Gobierno paraguayo, al frente de una dirección hasta entonces inexistente, la Dirección de Reparación y Memoria Histórica del Ministerio de Justicia, casi sin funcionarios ni presupuesto y una brigada de voluntarios con un nombre oficial bastante largo: Equipo Nacional para la Investigación, Búsqueda e Identificación Plena de Personas Detenidas y Desaparecidas durante el periodo 1954-1989 (ENABI), que desde entonces ha logrado hallar los restos de 40 de los aproximadamente 500 desaparecidos durante la dictadura de Stroessner, y con el respaldo del prestigioso Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF) ya ha podido identificar a cuatro de ellos. Los otros casos aguardan fondos para realizar los costosos estudios. Además, pudo empezar a crear un banco genético de familiares de víctimas de la dictadura.

Hace tres años, Goiburú logró que el Congreso paraguayo asigne un importante presupuesto para proseguir las excavaciones, pero con el pretexto de la pandemia del coronavirus, el Ministerio de Hacienda bloqueó las transferencias. Hubo varias movilizaciones de familiares de las víctimas para exigir que se liberen los fondos. Finalmente, en agosto de 2022, el Ministerio de Justicia recibió el dinero y transfirió 300 millones de guaraníes al Centro de Estudios y Promoción de la Democracia, los Derechos Humanos y Sostenibilidad Socioambiental “Heñoi”, que administrará los recursos.

“Es el resultado de la lucha de las organizaciones de derechos humanos y de otras instancias de la sociedad civil. Sin ese acompañamiento constante, nuestro trabajo sería mucho más difícil”, reconoce Goiburú.

Dirigentes campesinos y familiares de las víctimas, acompañando los trabajos de excavación en busca de los diez campesinos desaparecidos del Caso Caaguazú. / ANDRÉS COLMÁN GUTIÉRREZ

La experiencia de las Ligas Agrarias

La historia del Caso Caaguazú sería difícil de entender sin un contexto más amplio, que marcó a la gran mayoría de las organizaciones campesinas del Paraguay, desde fines de los años 50 e inicios de los 60 hasta la actualidad: la creación de la famosas Ligas Agrarias Cristianas (LAC).

Nacidas con la orientación del sector más progresista de la Iglesia Católica paraguaya, bajo el influjo de los documentos del Concilio Vaticano II y luego de los congresos del episcopado latinoamericano en Medellín (1968) y Puebla (1979), las Ligas Agrarias fueron precursoras de las Comunidades Eclesiales de Base (CEBs) que se extendieron por el continente, en la línea de la Teología de la Liberación.

Surgieron inicialmente en la región de Misiones, con apoyo del legendario obispo Ramón Bogarín Argaña, con el objetivo de “organizar a los campesinos para tomar conciencia de su situación y buscar juntos las soluciones a sus problemas”. Eran núcleos de poblaciones campesinas en condiciones de pobreza, que fueron construyendo una conciencia más crítica a partir de reflexiones en torno a la lectura de la biblia, empezando a organizarse con propuestas de producción asociativa, propiedad de la tierra en común, educación liberadora y otras concepciones de la sociedad que despertaron la alarma de los gobernantes de un sistema tiránico.

Entre otros avances, “la tierra se trabajaba en común, se implementaron almacenes de consumo para abaratar el costo de las mercaderías, y fueron creadas escuelitas campesinas donde niños y adultos aprendían en guaraní, el idioma materno de los campesinos paraguayos, y que era prohibido utilizar en las escuelas oficiales”, destacan sus propiciadores en un documento sobre los orígenes.

Tuvieron el acompañamiento de algunos sacerdotes de gran formación intelectual, como el jesuita español José Luis Caravias, quien fue asesor nacional de las Ligas, autor del ya clásico libro “Vivir como hermanos”, con reflexiones en base a la experiencia, que pronto se convirtió en guía de los diversos grupos. Las comunidades se unieron primero en asociaciones regionales y luego en la Federación Nacional de Ligas Agrarias (Fenalac).

Los miembros de las Ligas fueron duramente perseguidos por el régimen stronista. Las comunidades de Misiones fueron asaltadas por militares y policías en los años 70, sus dirigentes detenidos, torturados y algunos desaparecidos. El golpe más fuerte se dio en abril de 1976, con la llamada “pascua dolorosa”, cuando la dictadura descubrió que algunos dirigentes campesinos formaban parte de un proyecto embrionario de lucha armada, con el nombre de Organización Político Militar (OPM).

Un poco antes, en febrero de 1975, otra comunidad modelo de las Ligas Agrarias en el Departamento de San Pedro, la colonia San Isidro de Jejuí, fue asaltada por tropas militares. Los pobladores fueron apresados y torturados, y las tierras entregadas a un primo del dictador. Recién 41 años después, tras la caída de la dictadura, los propietarios pudieron recuperar parte su tierra y retomar el truncado proyecto social.

Carmelo Verdún (hermano de Feliciano Verdún), María Cristina Sotelo (hija de Estanislao Sotelo), Gerardo Castillo y Basilia Castillo (hermanos de Fulgencio Castillo), familiares que esperan en vigilia el hallazgo de los restos de los desaparecidos del Caso Caaguazú. / DESIRÉE ESQUIVEL ALMADA

La utopía en Nueva Esperanza

Entre abril y junio de 1972, desde Santa María, Misiones, una treintena de familias campesinas viajaron al Alto Paraná, en busca de instalar una comunidad modelo, en la línea de los otros proyectos de la Ligas Agrarias Cristianas. Lograron que el Instituto de Bienestar Rural (IBR) les otorgue un permiso de ocupación de tierras fiscales en un lugar llamado Acaraymi, en la orilla izquierda del río Acaray, a unos 40 kilómetros de Ciudad del Este, con promesas de otorgarles pronto el título de propiedad. Pronto se sumaron otras familias. Bautizaron al proyecto como Colonia Nueva Esperanza.

El principal dirigente de este grupo era Victoriano Centurión Ramoa, “Centú”, un comerciante de Caaguazú, quien en 1970, durante un cursillo eclesial, descubrió la experiencia de las Ligas.

“Si la meta y el lema de las Ligas Agrarias Cristianas era ‘vivir como hermanos’, Centú quiso practicarlo enseguida. Por eso dejó de ser comerciante y repartió la mercadería de su almacén entre los vecinos organizados. Desalambró sus propias tierras y las de sus vecinos, y lo pusieron todo en común. A raíz de este hecho y por sus palabras que denunciaban las injusticias, sin miedo ante cualquier autoridad, los campesinos organizados le fueron teniendo suma confianza. Otro factor que aumentó su prestigio fue su conocimiento de la medicina natural”, relatan los jesuitas José Luis Caravias, José Miguel Munárriz y Bartomeu Meliá, en el libro “En busca de la tierra sin mal”, escrito desde el exilio en los años 80.

Relatan que “Centú se dedicó a correr las bases predicando el ideal de la hermandad de una manera arrolladora, pero totalmente fanática. Para él no importaban nada las mediaciones económicas. ‘Dios proveerá’. Ni se sujetaba a ninguna clase de normas de la organización. Se trataba de un verdadero mesianismo utópico”.

La colonia Nueva Esperanza se desarrolló con mucha precariedad y bajo una pronta persecución. “El primer año fue terrible. No había suficiente comida, pero sí trabajo muy duro y agotadores. No tenían las viviendas necesarias, Un sinfín de insectos causaban infecciones graves en adultos y niños. Y, en consecuencia, enfermedades en los adultos, lo que impedía que siguieran trabajando. Un número muy elevado de niños no resistió a las enfermedades. En fin, una situación desesperada”, relata el misionero franciscano Anastasio Kohmann, quien acompañó la experiencia durante varios periodos.

A un año de que se establecieron los colonos, apareció una mujer, Olga de Ramos Giménez, Ña Muqui, esposa de un general, quien reclamó la propiedad de las tierras para instalar una empresa arenera, exigiendo el desalojo de los campesinos. Al encontrar resistencia, instaló un destacamento militar en la entrada a la colonia, cuyos efectivos se ocuparon de hostilizar a los pobladores para que abandonen el sitio.

“Este puesto militar desarrolló una verdadera guerra sicológica”, relata Kohmann. Recuerda particularmente una visita que realizó al lugar el 19 de octubre de 1973. “No llevaba ni media hora cuando llegó un grupo de soldados para apresar a dos miembros de la comunidad. Ante mi extrañeza, explicaron que no era nada excepcional. A menudo se llevaban a uno o dos compañeros al puesto militar para interrogarlos sobre visitas y reuniones. Después de uno o varios días de trabajo, eran puestos en libertad hasta el próximo antojo del jefe de puesto”, relata.

Los pobladores aguantaron el acoso durante casi una década. Periódicas incursiones, allanamientos, arrestos. Aislados del mundo y, sobre todo, de los demás miembros de las Ligas, no podían recibir expresiones de solidaridad. Las cosechas eran arrasadas durante la noche, sus viviendas derribadas. La “tierra sin mal” con la que tanto habían soñado los campesinos, parecía cada vez más lejos.

El Caso Caaguazú en cómic. Adaptación del cuento de Helio Vera, «Un problema de volúmenes», con guion de Andrés Colmán Gutiérrez y dibujos de Juan Moreno. Colección «Literatura Paraguaya en Historietas», Editorial Servilibro, 2017.

El trágico viaje hacia Caaguazú

El ómnibus 150 de la empresa Rápido Caaguazú había salido a las 01.00 de la madrugada del 8 de marzo de 1980 de Ciudad Presidente Stroessner (la actual Ciudad del Este), con rumbo a Asunción.

A la altura del kilómetro 37 de la Ruta 7 (actual Ruta PY02), tres campesinos hicieron señas al chofer para que se detenga. Al abrir la puerta, advirtió que eran varios más, veinte en total, incluyendo a mujeres y niños. Varios testimonios apuntan a que llevaban precarias armas.

«Subieron nuestros dirigentes a hablar con el chofer, explicaron que éramos campesinos pobres, perseguidos por el Gobierno, por pretender vivir como hermanos en nuestra propia tierra. Queríamos ir a Caaguazú, a iniciar una lucha por nuestros ideales, y no teníamos dinero para nuestro pasaje. El chofer aceptó llevarnos y subimos todos», recuerda Arcadio Flores, uno de los integrantes del grupo.

En el informe de la Comisión Verdad y Justicia (tomo II) están los nombres de los 20: Estanislao Sotelo; Mario Ruiz Díaz; Secundino Segovia; Feliciano Verdún; Federico Gutiérrez; Adolfo César Britos; Concepción González; Fulgencio Castillo; Gumercindo Brítez; Reinaldo Gutiérrez; Apolinaria González; Apolonia Flores; Victoriano Centurión; Gill Santos Duré; Francisco Solano Duré; Vidal Martínez; Arcadio Flores; Felipe Flores; Mariano Martínez; Arnaldo Flores. Tres de ellos eran menores de edad: Apolonia Flores (12 años), Arnaldo Flores (14 años) y Apolinaria González (16 años); esta última estaba embarazada.

Hay varias versiones sobre los objetivos de aquella «expedición armada» y la toma del colectivo. Según un pronunciamiento del Comité de Iglesias, dado a conocer entonces, los campesinos pretendían viajar a Asunción para protestar ante las autoridades por las injusticias que estaban padeciendo.

Centurión y otros protagonistas, en cambio, afirman que iban a viajar a Caaguazú para contactar con otros líderes campesinos e iniciar acciones de protesta para enfrentar a la dictadura, pero todo les resultó muy mal.

En el puesto de control Santo Domingo, en Torín, inspectores de Hacienda y policías intentaron detener el ómnibus, pero Centurión ordenó al chofer que siga adelante. Rápidamente los funcionarios abordaron dos autos y los persiguieron, pensando que se trataba de contrabandistas.

Uno de los autos se cruzó frente al ómnibus, pero Centurión rompió el parabrisas y efectuó varios disparos, hiriendo a uno de los funcionarios. Los autos detuvieron la persecución.

Más adelante, los campesinos ordenaron al chofer que se detenga en el lugar llamado Altona, en Campo 8 (actualmente J. Eulogio Estigarribia), bajaron y se internaron en el campo, caminando hacia el norte, hacia una región conocida como Tobatí.

«Caminamos unos mil metros y entramos en un monte para decidir qué íbamos a hacer. ‘Desde ahora nos van a perseguir a muerte los policías y militares’, les dije a todos. Nos dirigimos hacia el monte Monday», recuerda Victoriano Centurión.

La ficha policial de Apolonia Flores Rotela, con 12 años de edad, hallada en el Archivo del Terror de la dictadura. GENTILEZA

Una verdadera «cacería humana»

Enterado del asalto al ómnibus, esa misma madrugada del 8 de marzo, el dictador Alfredo Stroessner ordenó al jefe de Inteligencia Militar, general Benito Guanes Serrano, que se pusiera al frente de un gran operativo represivo para cazar a «los guerrilleros».

Toda la región de Caaguazú fue invadida por camiones de soldados armados y el vuelo de helicópteros artillados. Unos 5.000 efectivos militares fueron desplazados, además de «milicianos» (civiles paramilitares) pertenecientes al Partido Colorado, a quienes se repartió armas. La orden era «acabar con los guerrilleros». La base de operaciones se estableció en la finca de del seccionalero Juan R. Collante, en San Antoniomi.

Durante los dos primeros días, no hubo pistas de los campesinos. El 11 de marzo, a la siesta, desde un helicóptero se divisó que tres hombres corrían hacia un monte. El piloto dio aviso y en pocos minutos llegaron varios camiones de soldados y hombres armados, que rodearon la zona.

Dentro del monte estaban cuatro de los colonos (Mario Ruiz Díaz, Concepción González, Fulgencio Castillo Uliambre y Federico Gutiérrez) casi muertos de hambre y sed, quienes según algunos testimonios fueron fusilados al instante.

Otro grupo, liderado por Gumercindo Brítez, fue alcanzado hacia el suroeste por una patrulla al mando del mayor de infantería Carlos Alberto Ayala González. Hubo un intenso tiroteo, en el que cayó muerto Brítez, otros resultaron heridos y detenidos, y algunos lograron huir.

El tercer grupo, conducido por Estanislao Sotelo, fue interceptado en un monte cercano. Sotelo fue capturado con varias heridas, luego torturado y finalmente degollado por uno de los milicianos colorados, según testimonios.

El cuarto grupo, liderado por Victoriano Centurión, resistió a tiros en la zona del arroyo Pastoreo-mí. En este grupo estaban las dos menores de edad: Apolinaria González, embarazada de tres meses y Apolonia Flores Rotela, quien resultó herida con 6 balazos. El único que logró escapar fue Centú, quien permaneció escondido en el monte, en la zona de Costa Rosado, viviendo en el agujero del tronco hueco de un gran árbol, durante casi tres meses, asistido por algunas familias solidarias, hasta que logró ser rescatado y llevado a Asunción, donde obtuvo asilo en la embajada de Venezuela, hasta que logró salir del país. Centurión regresó del exilio luego de la caída de la dictadura, siguió activando en organizaciones campesinas y falleció el 31 de enero de 2016, en su casa, en la zona de Juan E. O’Leary, Alto Paraná.

La niña Apolonia Flores Rotela, fue trasladada al Policlínico Policial, actual Hospital Rigoberto Caballero, donde recibió en dos oportunidades la visita del propio dictador Alfredo Stroessner, quien le ofreció protegerla y hacerla estudiar en una escuela, pero ella, desde la cama donde se reponía de las heridas, le respondió, desafiante: «¿Por qué solo a mí me ofrece educación? ¿Por qué nunca se acordó de toda mi gente que pasaba hambre y no tenía escuelas, pero solo le ofrecieron balas?». La ficha policial de Apolonia Flores, niña de apenas 12 años de edad, retratada y caracterizada como «peligrosa guerrillera» es una de las reliquias más exhibidas en el llamado Archivo del Terror, en el Museo de la Justicia.

Los testimonios sostienen que diez de los campesinos fueron asesinados de manera violenta, algunos de ellos capturados vivos y posteriormente degollados con machetes. Los desaparecidos son: Gumercindo Brítez, Estanislao Sotelo, Mario Ruiz Díaz, Secundino Segovia Brítez, Feliciano Verdún, Reinaldo Gutiérrez, Concepción González, Fulgencio Castillo Uliambre, Federico Gutiérrez y Adolfo César Brítez. Diversos indicios apuntan a que todos ellos fueron enterrados en una fosa común, en San Antonio-mí, pero durante más de cuarenta y dos años no se pudo buscar y hallar sus restos.

Rogelio Goiburú, el incansable medico y luchador social que dirige los trabajos de búsqueda de los desaparecidos por la dictadura. / ANDRÉS COLMÁN GUTIÉRREZ

Rescatando la memoria

La pala se hunde una y otra vez en la tierra…

“Tenemos cinco pozos en donde estamos buscando, a partir de datos provistos por informantes. Tenemos mucha confianza en encontrar los restos de estos compatriotas, pero es un trabajo que llevará tiempo. En principio, tenemos previsto extender los trabajos hasta finde año, pero continuaremos buscando todo el tiempo que sea necesario”, dice Rogelio Goiburú.

La mayoría de los miembros de su equipo son voluntarios. Andrés Peralta, experto geofísico de la empresa Petropar, junto con su hijo Francisco, también geofísico, son quienes aportan su conocimiento técnico con la utilización de una maquinaria de georadar, que permite leer los sitios en donde el terreno sufrió modificaciones con el paso de los años.

En el lugar se instalaron carpas, en donde los familiares de las víctimas montan su vigilia, acompañando a los trabajadores y alimentándolos con sabrosos preparados de una olla popular. Los días en que los enviados de El Otro País acompañamos los trabajos, nos incitaron con un rico bori bori de gallina casera.

Los audiovisualistas Pascual Glauser, Nico Granada y el periodista frelancer Willliam Costa, son algunos de los voluntarios que integran la Plataforma Social de Derechos Humanos, Memoria y Democracia, brindando un soporte solidario a Goiburú y su equipo. Ellos se ocupan principalmente de registrar el proceso en fotos y materiales audiovisuales, compartiendo información en las redes sociales.

El primer día, al inicio de las excavaciones, Goiburú y la sobreviviente Apolonia Flores plantaron rosas amarillas en el lugar, como un homenaje simbólico a los desaparecidos.

“Esta es una causa nacional. No creo que exista una persona sana, juiciosa en nuestro país que quiera que se repitan los hechos que acá se están investigando. Acá se torturó, se asesinó, acá se produjeron los crímenes más alevosos contra la dignidad humana. Y eso los paraguayos ya no queremos que suceda nunca más en nuestro país”, exhorta el médico que se ha vuelto célebre por recuperar la memoria histórica de las víctimas de la dictadura.

Desde El Otro País seguiremos relatando los avances en esta importante búsqueda. Este es un primer reportaje, que tendrá continuidad, a medida en que surjan nuevos datos sobre el proceso.

La pala se hunde una y otra vez en la tierra…

Una entrevista que el autor de esta nota realizó con Apolonia Flores en 1996, publicada en el diario Última Hora. Fue cuando reveló que el dictador Stroessner la había visitado cuando estaba prisionera y herida en el Hospital Policial. / ARCHIVO EL OTRO PAÍS