Como un ejercicio necesario para recuperar las memorias de algunas mujeres que marcaron la lucha del feminismo en nuestro país, nos ubicamos en la década de 1980, durante los últimos años de la dictadura del general Alfredo Stroessner.
Tres mujeres paraguayas resisten frente al autoritarismo, entre convicciones e incertidumbres.
Angélica Roa, Nilda Cuevas y Diana Bañuelos eran jóvenes, madres y compañeras, que iniciaban, aun sin saberlo, su larga lucha en el feminismo.
Angélica Roa (66), recuerda que su primer acercamiento al feminismo se dio en sus tiempos de estudiante universitaria, en la carrera de psicología. Al mismo tiempo en que iniciaba la militancia política en el Centro de Estudiantes de la Facultad de Filosofía, en una década declarada “de la mujer” por Naciones Unidas, se realizó un ciclo de encuentros sobre los derechos de las mujeres, en Asunción.
“Toda Latinoamérica ya había empezado a debatir sobre el feminismo, pero en Paraguay llegaba muy poco”, cuenta Angélica.
El local del ex Seminario Metropolitano fue la sede del primer “Grupo Taller de Mujeres”, en donde ella y muchas otras mujeres se reunían por primera vez a hablar de temas como sexualidad, violencia contra la mujer, independencia, maternidad y el placer.
“El placer era lo más vanguardista de la época, te estoy hablando de 1987, todavía estábamos en dictadura”, destaca.
En ese mismo encuentro, en donde la joven Angélica escuchaba emocionada sobre el feminismo, también se encontraba Nilda Cuevas (62), militante sindical y política, una de las dirigentas del Partido Revolucionario Febrerista (PRF) y también una de las fundadoras de la Central Unitaria de Trabajadores (CUT), la primera central sindical del país.
La creación del Colectivo 25 de Noviembre
Ese encuentro de mujeres fue un punto de inflexión.
Movidas por el interés y la necesidad de mantener diálogos, un grupo de alrededor de siete mujeres, incluidas Angélica y Nilda, decidió organizarse en torno a un tema del cual casi nadie hablaba y que a ellas les preocupaba: la violencia hacia las mujeres.
Verónica Rossato, periodista argentina, de la agencia FEMPRES, fue quien las orientó en el proceso, compartiendo cómo las mujeres en Argentina luchaban contra esta violencia.
“Acá también morían las mujeres, entonces nos conformamos como grupo y nuestro objetivo era hablar, debatir el tema de la violencia. Sacar la violencia del ámbito privado y decir que era un problema político y un problema público”, cuenta Angélica.
Así inició la organización a la que llamaron Colectivo de Mujeres 25 de Noviembre, cuando todavía pocas sabían lo que esa fecha significa para la lucha feminista.
El grupo se alió con el Sindicato de Empleados y Obreros del Comercio (SEOC), que ya tenía prácticas y estrategias de lucha.
Con valentía y haciendo frente al régimen dictatorial, las mujeres del Colectivo 25N salían a las calles a hacer ruido, pegar carteles y llamar la atención. Antes de que la policía llegara, se escondían en los puestos de trabajo de otras mujeres sindicalizadas sobre la calle Cerro Corá, en el centro de Asunción, para que no las agarren.
Organizadas y en acción, poniendo el cuerpo a disposición de la lucha, el Colectivo 25N fue afianzando su proceso de construcción.
Intervenir ante la violencia de género
Autodenominadas “las interventoras”, asumían el riesgo de intervenir directamente en casos de violencia.
A pesar de las advertencias de sus familias, que les pedían que no se metieran, la necesidad de hacer frente a la problemática, las impulsaba. Eran demasiadas las denuncias que recibían.
En ese momento, igual como sigue ocurriendo ahora, el sistema judicial pasaba por alto las violencias sufridas por las mujeres, pero las interventoras tenían un plan: entrar a las casas. Esa era una acción que por entonces solo se le permitía a la policía stronista.
Una de las compañeras simulaba ser abogada (cuando en realidad era escribana) y acto seguido fingían tomar la denuncia. Intervenían cuando era necesario, brindando apoyo y protección a sus pares en la medida de lo posible.
Así, cada una de las integrantes del grupo iba posicionando la bandera feminista contra la violencia y el acoso en sus casas, en los sindicatos y en los partidos políticos.
Nilda integraba un espacio mixto, en donde el cuidado entre compañeras se basaba en acuerdos tácitos. “Si alguna conocía a un sujeto que era más o menos depredador, entonces se sentía con el compromiso de cuidar a la compañera que era nueva y no se animaba a rechazar o decirle al sujeto que se quede en su sitio”, cuenta.
Entre las dirigentas más adultas y de referencia para Nilda, se encontraba Diana Bañuelos (69), una madre símbolo de resistencia que comenzó su adultez temprana con una destacada trayectoria política, había regresado al país después de tres años de exilio.
“La primera vez que la vi a Diana Bañuelos, fue entrando a la Casa del Pueblo (sede del PRF). Ella estaba sentada, con las piernas arriba de la mesa, fumando un cigarrillo”, recuerda con cariño Nilda.
Durante la dictadura, Diana tuvo el desafío de combinar su papel como madre con su militancia política, en medio de represiones y casos de desaparecidos. “El feminismo a mí me ayudó bastante, porque pude ver mejor realmente mi condición de mujer, que se tenía que dividir en dos”, señala.
Diana recuerda que esa época fue clave, ya que dentro del partido surgieron debates en torno al cuidado de los hijos. Debido a la falta de espacios para las reuniones, estas se trasladaban a las casas de los compañeros y ahí estaban los niños.
Hermanadas, las jóvenes feministas comenzaron a apartarse para reflexionar sobre sus tareas y relaciones. Exploraban las premisas del feminismo mientras trazaban sus lazos a través del cuidado, la presencia y la fuerza para luchar por sus ideales, fortaleciendo un vínculo que en ese momento no sabían que sería para toda la vida.
Un pacto, 37 años después
La lucha ya no encuentra a estas tres mujeres resguardándose del sistema represivo de la dictadura, pero sí cuestionando la realidad que atraviesa el país, manteniendo el compromiso de solidaridad que pactaron con sus compañeras, hace más de tres décadas.
Angélica se encuentra armando un plan de cuidado para su amiga del alma, que ahora enfrenta un problema de salud grave, que la impide movilizarse. Al igual que muchas otras mujeres en una situación similar, su compañera depende de la ayuda económica de sus familias y redes de apoyo para cubrir los gastos que demanda el cuidado de su salud.
Angélica recuerda que, cuando más lo necesitó, su compañera estuvo ahí. La visita y se encarga de coordinar ayudas solidarias. Reflexiona sobre el valor de la amistad, porque en su juventud, sus amigas la sostuvieron a ella y a su familia, después de sobrevivir al incendio del Supermercado Ykua Bolaños, ocurrido en agosto de 2004, considerada la mayor tragedia civil en la historia del Paraguay.
Ella sabe, por experiencia, que el cuidado colectivo sostiene, aunque no siempre sea suficiente. “Me tocó ver a compañeras que enfermaron de cáncer, gente que tuvo problemas de salud, porque todos estamos en lo mismo, alguien se enferma y tenemos que hacer polladas, colaboraciones. Si uno no tiene previsto o no tiene una pequeña jubilación, es terrible”, resalta.
Ellas han trabajado, han cuidado de sus familias y han luchado por causas justas, pero hoy se ven abandonadas por el Estado, sin suficientes medidas de seguridad social.
Diana dice que “todos y todas estamos tratando de sobrevivir”, no encuentra ninguna conversación de carácter colectivo para enfrentar las dificultades que general el proceso de envejecer. Cuenta que hace poco se cruzó con una de sus compañeras de militancia en el hospital y lamentó que tenga que viajar tan lejos para acceder al servicio de salud, sintiendo mucha impotencia.
Considera la importancia de que existan proyectos colectivos, que podrían ser de gran ayuda. “Una Casa de la Mujer, por ejemplo, que oriente a las mujeres envejecidas a qué podrían dedicarse, dónde podrían irse”, explica.
La solidaridad que resiste en el tiempo
Mientras repasa anécdotas, Diana busca recordar datos que ya no se retienen en su memoria, entonces llama a Sonia, una compañera de esos tiempos y de siempre. Entre risas y nombres, recorren juntas sus recuerdos, conversan durante un rato y Diana no termina la conversación sin antes halagar la lucidez de su compañera.
Pese a que el contacto de algunas se ha perdido, basta con un gesto, una llamada, un encuentro o un abrazo para reactivar la camaradería que sembraron en su juventud y que, con el pasar de los años, pareciera haber quedado intacta.
Nilda, por su parte, tiene la certeza de contar con sus compañeras de militancia en caso de necesitarlo. Cuenta que, cada vez que alguna compañera lo precisa, se reúnen para ayudarla. En muchos casos, la ayuda va más allá de lo económico.
Para algunas mujeres mayores, la soledad es un desafío durante el envejecimiento y no hay mejor alivio que la presencia, una conversación o un plan espontáneo, en este caso, de sus compañeras que están movidas por el aprecio, muy lejos de la pena o la lástima.
Cuando alguna ha necesitado ayuda económica, ahí también han estado organizando actividades culturales, ferias y generando redes de apoyo para recaudar fondos.
“No es que somos amigas, esto es más que eso, es la solidaridad, es un compromiso, aunque nadie te diga que es un compromiso, vos sentís que tenés que estar ahí”.
Estas compañeras, más que amigas, tienen marcada una cita cada último viernes del mes. Se reúnen en la casa de alguna, comparten un tiempo juntas, entre charlas de la cotidianidad y debates políticos. No tienen amigos en común, pero se han acompañado toda la vida y planean seguir haciéndolo, sosteniendo un espacio de franqueza y confianza. No está de más recordar que se conocen hace treinta y siete años.
Mantienen el contacto, hacen el seguimiento de sus estados de salud y se esfuerzan por motivar a la otra cuando de cuidado personal se trata. “Una compañera tiene que caminar, pero no quiere, entonces yo la estaba incentivando, nunca salí a caminar con ella, pero sé que hace seis meses hace un circuito de una hora, y eso fue porque le insistimos para que lo haga, yo digo que es una forma de cuidarnos”, relata.
Cuando finaliza la reunión, Nilda se encarga de acercar a todas a sus casas, mientras tanto ellas calculan la hora aproximada en la que ella volverá a la suya.
Así, cada mes, las clásicas preguntas de seguridad llegan por mensaje de texto, una tras otra: “¿Llegaste Nilda?, ¿estás en tu casa? ¿estás bien? qué sé yo, cositas como esas, o si hay alguien que se va por su cuenta, nos comunicamos, avisen chicas si ya llegaron, ¿ya llegaron? ¿están bien?”, indica.
Si nos preguntamos qué nos queda ante tanta desidia, probablemente la respuesta siempre sea: la solidaridad con la otra.
Autocuidado como resistencia feminista
Para Angélica, jubilarse significó una oportunidad para redescubrirse.
Por primera vez en su vida, tuvo tiempo para dejar de postergar actividades que siempre quiso hacer.
Estudia inglés para abrirse a nuevos proyectos personales, hace gimnasia para mover el cuerpo y entró a un taller de cuentos por puro placer.
Puso en el centro de su vida al autocuidado como una práctica de resistencia feminista. Y es el feminismo el que le dio herramientas para construir durante toda su vida la autonomía necesaria, para que hoy sepa cuidarse a sí misma.
Sin salud física, sin mantenerse en movimiento y sin espacios de disfrute, la independencia se va perdiendo con los achaques de la vida.
Nilda, que aún trabaja de 8 a 10 horas en una oficina, ve reflejado su autocuidado en la hora de caminata que hace cada día.
“Si alguna vez se despiertan un domingo a las 8 de la mañana, me van a encontrar”, comenta con picardía.
Ella deja los fines de semana para sentarse a leer y escribir. Va a la hemeroteca del Archivo Nacional y lee los diarios de más de un siglo, para investigar sobre la historia política. Y cada vez que puede, viaja por el mundo, porque “la vida es hoy”.
Diana, al igual que su compañera, disfruta de escribir y no se imagina su vida sin espacios políticos en donde seguir socializando y repensando el mundo con otras personas. Para ella, esos siempre fueron sus espacios de libertad, donde encuentra la alegría y su razón de ser.
Las tres mujeres saben que esta no es la realidad de muchas en el país. Incluso, para otras feministas, romper con los deberes sociales del cuidado a otros, por sobre el de una misma, no ha sido posible o lo ha sido a costa de muchas pérdidas.
Angélica piensa en otras compañeras de su edad, mujeres que hoy no cuentan con la salud física, mental o emocional que ella sí pudo proteger. Para ella, su generación cargó con ser la bisagra en un contexto tan conservador, como lo fue el fin de la dictadura stronista y el inicio de la era democrática, en donde nuevos pensamientos, por entonces demasiado radicales, como el feminismo, empezaron a posicionarse. Estas “mujeres bisagras” produjeron un quiebre en la sociedad, pero también en sus vidas “privadas”.
Sus ideas las empujaron a terminar matrimonios que no eran compatibles con su militancia, otras soportaron relaciones que no eran coherentes con lo que practicaban y muchas de ellas criaron solas a sus hijos.
Angélica cree que esto terminó enfermando a muchas, algo que también ve en el deterioro de otras militantes de su edad.
Y luego, de ser quienes pusieron el cuerpo y la vida en la lucha feminista o sindical durante toda su juventud, rompiendo esquemas en todos los ámbitos de sus vidas, chocaron con otras barreras que no les permitieron una calidad de vida digna.
“Veníamos con un ímpetu, estábamos todo el tiempo haciendo algo y ahora es difícil tener que aceptar que estás en una edad en la que ya no tenés la fuerza para hacer todo eso, que ya tampoco tenés el espacio para hacerlo, que ahora tenemos que parar y comenzar a cuidarnos”, reflexiona.
Nilda también piensa en las mujeres que se dedicaron a la militancia muy activamente y que hoy se encuentran atrapadas en la soledad. “Falta generar espacios para todas las personas mayores, que hagan que sus vidas merezcan la pena todavía y que tengan la fuerza de seguir cuidándose, de no entrar en la depresión, de encontrarse con sus pares, conversar de lo que les interese, hacer cosas que les gusten. Para eso también tenemos que descubrir qué es lo que quieren hacer las mujeres”, reflexiona.
Hoy esos pocos espacios que podrían ocupar las personas mayores en general, y las mujeres en particular, se encuentran reservados para aquellas que cuentan con acceso a la salud, dinero y movilidad.
En la juventud no hay mucho tiempo para pensar en la vejez, con la seguridad de que no pasarán volando 40 años. Nilda, cuando inició su militancia, no se planteó qué haría a los 60 o 70 años y hoy cree que eso les toca a las generaciones más jóvenes, ya no quizás para las adultas de ahora, sino para sus propios futuros.
Una vejez digna para todas
Existen muchos mitos alrededor de las vidas de las personas mayores. Más aún para las mujeres, la vejez está cargada de connotaciones negativas.
“En un sistema que vende objetos y emociones ligadas a la permanente juventud, que vende la posibilidad de la eterna juventud en sí misma y que, además, obliga a producir siempre al mismo ritmo”, escribe en un blog, Beatriz Gimeno, activista española e investigadora feminista.
Las historias de Angélica, Nilda y Diana dan un vistazo a que otras vidas son posibles, que es necesario seguir en movimiento, disfrutar de los placeres, cuidarse y pensar en el futuro. Y, para que esto sea posible, que todas las personas de todas las edades tengan una vida digna, es fundamental que exista la garantía de derechos por parte del Estado.
El Paraguay carga hoy con varios desafíos para cuidar a las personas mayores. Recién en 2017 se presentaron los primeros datos del uso del tiempo de hombres y mujeres en el país. Gracias a estos estudios, hoy se conoce un poco más sobre la brecha de cuidados que se genera a lo largo de la vida entre hombres y mujeres.
Con evidencia científica, se comprobó que las mujeres durante toda su vida ocupan más del doble de horas semanales en trabajos no remunerados que los hombres: 28,7 horas y 12,9 horas en promedio respectivamente, según el estudio “Visibilizar el valor del tiempo: El trabajo no remunerado en los hogares y su incidencia en el desarrollo del Paraguay”. Y hasta casi llegar a los 85 años, las mujeres se encargan de realizar más trabajos no remunerados que los hombres.
Otro dato que se descubre con el análisis del uso del tiempo es que, en los hogares donde viven personas de 65 años o más, las mujeres ocupan casi 14 horas semanales en actividades no remuneradas para otros hogares y la comunidad, nuevamente más del doble que los hombres.
El estudio “Uso del tiempo y desigualdades en Paraguay”, del Centro de Documentación y Estudios (CDE) y ONU Mujeres, sugiere que esto sucede porque posiblemente quienes realicen esas tareas en sus comunidades sean las propias mujeres mayores, quienes además de inclinarse a ofrecer ayuda de forma solidaria —lo que también podría analizarse desde los roles de género—, no encuentran espacios en el mercado laboral, lo que las lleva a obtener recursos de subsistencia en espacios comunitarios y redes de intercambio.
En un momento de la vida donde se podría necesitar recibir más cuidados de los que se brindan, las mujeres siguen ocupando su tiempo al cuidado de otras personas. Y como dice el estudio, lo que las mueve no siempre es solo la solidaridad o los sutiles mandatos sociales, sino que estas mujeres se encuentran con más dificultades para acceder a beneficios de una seguridad social.
Durante la vejez, “las mujeres perciben haberes jubilatorios cuyos montos son 36% inferiores al percibido por los hombres (2.445.000 guaraníes y 3.809.000 guaraníes, respectivamente)”, afirma el estudio del CDE.
Esto también se debe a que las mujeres, a lo largo de su vida, accedieron en menor proporción a trabajos remunerados que les permitan llegar a la jubilación, justamente por tener que ocuparse de tareas no remuneradas del hogar y del cuidado.
“Las mujeres viven con mucha precariedad y ya en la adultez se encuentran con que no tienen esta cobertura. (…) El Estado tiene que hacer una política pública de cuidado que incorpore más centros de cuidado infantil y más hogares para las personas mayores, para que las mujeres tengan tiempo para educarse y trabajar, ser autónomas económicamente. A la larga, esto va a derivar a que, en su vejez, tengan su propio dinero para mantenerse”, analiza Myrian González, investigadora del CDE.
En unos 30 años más, el volumen de personas menores a 15 años será similar al de personas mayores. Y dentro de 50 años el único grupo que crecerá será el de las personas mayores. Esto significará una mayor demanda de tiempo y participación de personas cuidadoras.
Para que más mujeres como Angélica, Nilda y Diana sigan pensando en sus futuros y logren una vida digna, el Estado paraguayo debe planificar sociedades más inclusivas para las personas mayores, mirándolo de forma transversal a todas sus políticas, planes y programas del país.
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