Bajo el cielo abrasador del Chaco, donde los árboles susurran historias de resistencia y el viento acarrea secretos ancestrales, un grupo de mujeres indígenas transforma los frutos del monte en esperanza. Entre las sombras del algarrobo y el aroma del mistol, estas mujeres han tejido una red que transforma frutos silvestres en oportunidades, empoderando comunidades enteras a través de la gastronomía y la preservación cultural.
Las raíces de este proyecto se hunden en una tierra árida pero rica en historia y recursos, donde los frutos del monte han sido, por generaciones, una fuente vital de sustento. Frente a la amenaza del olvido y la modernidad, un esfuerzo colectivo liderado por mujeres indígenas y respaldado por aliados y un modelo social innovador ha logrado rescatar estos tesoros, transformándolos en símbolos de identidad y oportunidades.
El monte como maestro y sustento a través de sus frutos
Lina Benítez, una mujer guaraní de la comunidad chaqueña Yvopey Renda, de mirada firme y voz dulce, recuerda con nostalgia los días en que, de niña, la algarroba era su caramelo favorito. Con las manos pequeñas, arrancaba las vainas directamente del árbol, disfrutando su dulzura natural. “Antes era lo que teníamos, lo que el monte nos regalaba, y aprendíamos a valorarlo”, cuenta, mientras sus ojos se iluminan al hablar de los sabores de su infancia.
Hoy, Lina además de consumir estos frutos, también trabaja en la empresa Tucosfactory, en la ciudad de Filadelfia, Chaco, en el área de producción. Aquí los transforma en productos que llegan a las mesas de quienes buscan algo más que un alimento: buscan una conexión con la tierra y sus historias.
En su hogar, la algarroba, además de endulzar recuerdos, también genera ingresos. Su hija, de 27 años, trabaja medio tiempo en la empresa elaborando productos. Asimismo, sus padres también obtienen ingresos por la venta de los frutos, ya que tienen árboles en sus casas.
A pesar de los avances, Lina reconoce que el interés por los frutos tradicionales no es igual entre las generaciones más jóvenes.
— Antes consumíamos (el fruto) directamente del árbol —relata—. Hoy en día, lastimosamente, mis hijos ya no quieren probar estas cosas. A veces les gustan las galletitas de algarroba, pero si les decís que prueben la fruta, te dicen: ¡Guácala! Me gustaría que algún día ellos también puedan aprender a no dejar de valorar los frutos que tenemos en el Chaco.
La semilla de un cambio
En el corazón de este movimiento se encuentra Tucosfactory, una empresa social que nació en 2016 impulsada por la Facultad de Ciencias Agrarias. El objetivo inicial fue el de revalorizar los frutos del Chaco y generar un impacto duradero en las comunidades indígenas.
Fundada por Adeline Friesen, una mujer visionaria de Filadelfia, la empresa comenzó con humildes intentos de introducir productos derivados de algarroba al mercado. Aunque el jarabe de algarroba no tuvo la aceptación esperada, el equipo perseveró, encontrando éxito en productos más accesibles como las galletitas de harina de algarroba.
Adeline Friesen describe con orgullo cómo pasaron de un pequeño proyecto a elaborar una variedad de productos como mermeladas de algarroba, mistol, molle negro, kinoto, meloncito y tuna. «Hoy estamos acá en un edificio propio, fabricando unos quince productos diferentes. De los cuales, hay cinco que son hechos con frutas silvestres y cinco con frutas introducidas’’, relata.
Cada creación es un tributo al Chaco y a las manos que, con paciencia y dedicación, convierten los frutos silvestres en auténticas joyas gastronómicas. Estos llevan consigo una historia de resiliencia y un compromiso con la sostenibilidad.
La compleja situación económica de las mujeres del Chaco
Para las mujeres del Chaco, este proyecto representa una fuente de ingresos y oportunidad de dignidad, en una región donde las opciones laborales son escasas. Esto se da, sobre todo quienes atraviesan situaciones económicas desafiantes. En el área no existen empresas que ofrezcan puestos laborales, pero sí existen estancias que ofrecen trabajo a hombres.
Aunque los ingresos obtenidos por la venta de frutos aún son modestos, con recolectoras ganando alrededor de G. 200.000 al año. Estas iniciativas permiten a las mujeres participar activamente en el desarrollo económico de sus comunidades.
—Otra de las frutas que estamos incorporando es el mistol, que aún no tiene una gran presencia en el mercado —comenta Adeline—. Para esta fruta, seleccionamos a dos o tres mujeres a quienes les pedimos una cantidad mayor, como 50 kilos cada una, con el fin de que puedan obtener mayores ganancias.
Añade que, en el caso del molle, se trabaja principalmente con mujeres Enxet y de la zona de Loma Plata.
—Ellas tienen una tradición más arraigada en el consumo del molle, una fruta deliciosa similar al yvapurú —detalla—. También estamos introduciendo otras frutas, como la rosella. De esta, alrededor del 75% de las productoras son mujeres Enxet.
Destaca que, en la mayoría de los casos, trabajan directamente con mujeres indígenas, aunque en otros casos lo hacen de manera indirecta.
Más que un ingreso: una red de esperanza
El éxito de este proyecto no sería posible sin las alianzas estratégicas con organizaciones como el Grupo Solidario Monte Arte y Sombra de Árbol, que trabajan de cerca con Tucosfactory. Estas entidades han sido clave para coordinar capacitaciones, adquirir equipos básicos de procesamiento y conectar a las comunidades con mercados más amplios.
Martha Chaparro, coordinadora de Monte Arte, explica que esta organización se encarga de conformar los grupos de trabajo y encaminar los objetivos de cada uno de ellos.
“En cuanto a la experiencia de procesamiento, tenemos dos grupos que ya están bastante bien encaminados. Un grupo de mujeres de la comunidad Guaraní Ñandeva, en Ñu Guasu, y otro grupo de mujeres Nivaclé en la comunidad Samaria”, señala.
Añade que el trabajo en ambas comunidades surge del interés de los grupos en procesar la harina de algarroba con fines comerciales. “Monte Arte elaboró un pequeño proyecto, instaló una unidad de producción y adquirió el equipo básico para el procesamiento. Luego, gestionaron las capacitaciones correspondientes”, comenta Martha.
Agrega que Monte Arte ve qué cosas son necesarias, de esta manera coordinan y facilitan esos espacios para que se les dé las capacitaciones. De esta manera, las mujeres tienen toda la información necesaria, lo que hace posible que produzcan de manera eficiente la harina de algarroba, convirtiéndola en un producto final saludable listo para ser comercializado.
Verena Friesen, de Sombra de Árbol, resalta cómo estas iniciativas conectan a las mujeres indígenas con el mercado. Además, empoderan y las capacitan para comprender el ciclo completo de producción.
—No es solo qué van a producir, sino quién lo comprará y cómo se llevará al mercado— explica.
A través de estas alianzas, las mujeres han aprendido a procesar la algarroba, elaborar harina y crear recetas que revalorizan ingredientes olvidados.
Frutos silvestres en la gastronomía
El proyecto de capacitación liderado por Monte Arte y Sombra de Árbol, con el respaldo del Programa de Pequeñas Donaciones del Fondo Mundial para el Medio Ambiente (PNUD), es un ejemplo vivo de cómo las alianzas pueden transformar comunidades y abrir nuevas oportunidades.
Este proceso, desarrollado en dos fases, buscó empoderar a mujeres indígenas y criollas. Este objetivo fue posible mediante el conocimiento y el equipamiento necesarios para trabajar con frutos silvestres.
En la primera fase, los esfuerzos se centraron en Médanos, una comunidad indígena donde el algarrobo se convirtió en el protagonista. Mientras tanto, en Pozo Hondo, las mujeres criollas —se llama de esta manera a las que viven en la zona del río Pilcomayo, en la frontera del Paraguay con la Argentina— exploraron las bondades del mistol, demostrando cómo los frutos silvestres son un puente entre culturas y territorios.
Norma Ramos, coordinadora nacional del Programa de Pequeñas Donaciones, describe con entusiasmo el alcance de este proyecto.
“El objetivo fue que toda esta cadena de la cosecha y el procesamiento de los frutos silvestres pueda estar más preparada. Buscamos que las mujeres tengan mayores capacidades, tanto desde el punto de vista del manejo la calidad y también que tengan un poco más de material ahí para poder hacer el trabajo de la forma más adecuada”, explica.
Además de la capacitación, el proyecto incluyó estudios exhaustivos sobre la cadena de frutos silvestres y sus mercados potenciales. Para ello, se establecieron alianzas estratégicas con diversos actores, creando un ecosistema de colaboración que extendió los beneficios más allá de las comunidades inmediatas.
“Algunas mujeres de estos grupos también le vendían la materia prima a Tucosfactory y otras lo hacían directamente a otros mercados, tiendas y ferias que tenían. Esa fue como una primera etapa, que consistió principalmente en articular una red de trabajo solidario. O sea, desde siempre, hubo iniciativas un poco aisladas de mujeres que trabajan el algarrobo y lo que se hizo con este proyecto es visibilizar más ese trabajo y conectarlas más”, destaca Norma.
La visibilidad es, precisamente, uno de los mayores desafíos y objetivos de este proyecto. Norma subraya que los frutos silvestres, aunque innovadores, aún son poco conocidos en mercados como el de Asunción. Por este motivo es fundamental abrir más el mercado y hacerle entender a la gente que detrás de cada uno de estos productos están las vidas de mujeres indígenas.
Una historia de sabor y resiliencia
Adeline Friesen ve en cada producto de Tucosfactory una oportunidad para contar la historia del Chaco y revalorizar sus frutos.
—Tanto las vainas de algarroba como las de tamarindo solían ser tratadas como basura—, explica, recordando el impacto de descubrir que, en las tiendas de Casa Rica, en Asunción, las frutas del tamarindo con cáscara llegaban a costar 294.000 guaraníes el kilo.
—En ese momento dije: Esto no puede seguir así. Literalmente lo sacamos de la basura y le dimos un valor. Hoy en día, esta mermelada está a la venta en Casa Rica—, señala, resaltando cómo lograron convertir algo despreciado en un producto demandado y apreciado
La fundadora de Tucosfactory explica que otros frutos procesados para la venta están experimentando una auténtica resignificación en el ámbito gastronómico. —No solamente como mermelada sobre el pan, sino también sobre como salsa tipo barbacoa sobre costillita de cerdo y diferentes cosas, entonces se trata de encontrar el valor—, puntualiza.
También comentó que el cactus y la rosella son los productos estrella, aunque el ají también tiene su nicho de mercado.
La harina de algarroba, por ejemplo, no solo se utiliza para hacer galletitas, sino también para batidos saludables que regeneran el cabello y mejoran la digestión. En cada etiqueta, hay recetas que invitan al consumidor a explorar el potencial culinario de estos productos, conectando su consumo con una causa mayor.
“Por ejemplo, si la consumís en batidos, si le agregás una cucharada de harina de algarroba, con banana y con leche te va a ayudar a regenerar tu cabello. También a mejorar tu tracto digestivo. Entonces son súper buenos también los batidos para el desayuno; con yogur, con granola”, refiere.
Por su parte, Martha Chaparro, comenta que la chef paraguaya Rosa López, una gastrónoma especialista en alimentos tradicionales, quien reside y trabaja en Francia, es parte de la red. En ese contexto, es quien está enseñando y ajustando propuestas de recetas y menús incorporando distintos ingredientes propios de los territorios chaqueños.
—Ella estaba dando una propuesta diferente sobre cómo podemos usar estos productos, porque quizás muchas personas no sabemos en qué implementarlos, considerando también la tendencia del mercado y lo que le gusta la gente—, relata.
Señala que esta es una manera de dar información y capacidades a las mujeres. Así ellas pueden preparar en sus propios territorios alimentos, utilizando los ingredientes para ellas mismas.
Productos exclusivos con una historia que conecta
Tucosfactory no es sólo una marca, es un puente entre el pasado y el presente, entre la naturaleza y las personas.
Su grupo de consumidores se ha convertido en una comunidad. Son restaurantes que buscan autenticidad en cada plato y tiendas de productos alternativos que valoran el impacto social.
—En nuestro caso, no todo es orgánico —comparte Adeline, con una pasión que trasciende las palabras—. Respetamos al máximo la parte orgánica, sobre todo en las frutas silvestres, pero también en los otros productos. Hacemos todo lo posible para mantener procesos naturales y sostenibles. Por eso están en mercados alternativos, donde la gente busca productos orgánicos o con impacto social.
Las mermeladas de Tucosfactory han encontrado hogar en ciudades como Asunción, el Chaco, Nueva Colombia y Melgarejo (Colonia Independencia). También en Encarnación, y pronto también estarán en Ciudad del Este.
—Son una exclusividad —enfatiza Adeline—. Hay que ser sinceros, aquí tenemos una mermelada única. Por eso este tipo de mermelada te va a costar 30 mil o 35 mil guaraníes. Entonces, es para mimarte a ti mismo, es para darle un regalo a alguien especial y saber que aparte vas a apoyar a mucha gente. Porque también estás conectando con una historia muy rica y esto ayuda a concientizar sobre el cuidado del medioambiente porque acá en la fábrica tenemos un impacto en la educación importante.
Cada cucharada lleva el dulzor de las frutas silvestres y el esfuerzo colectivo y un compromiso con el entorno. Esto se convierte en una fusión única que hace a lo cotidiano, algo extraordinario.
El Futuro en las raíces del algarrobo
El sueño de Adeline va más allá de una fábrica: es un anhelo de raíces profundas. Con la llegada de una nueva ruta a la región, ella espera que el gobierno plante árboles nativos, como el algarrobo y el mistol, cuyas frutas tienen el poder de transformar vidas.
“Esto va a tener un doble impacto: por un lado, va a tener un impacto en que las mujeres indígenas no tengan que ingresar tan lejos caminando para conseguir estos frutos para recolectar y, por otro lado también, si están las frutas y nadie los consume, están los animales que tienen acceso a eso. Entonces ahí buscamos que no se traigan árboles de la región oriental que acá sí o sí van a morir, sino que usen nuestros árboles locales”, explica.
Verena, otra voz apasionada en esta historia, señala un obstáculo que frena el progreso. Este se enmarca en una normativa forestal que prohíbe la venta de cualquier parte del algarrobo (Prosopis Alba). “Entonces como el algarrobo de la zona ñandeva es otro prosopis se escapa por ahí, pero a mí demasiado me gustaría que se cambie esa normativa porque acá se haría muchísima reforestación con algarrobo si no está esa disposición”, reflexiona.
El algarrobo se encuentra en la resolución emitida en el 2019 por el Ministerio del Ambiente y Desarrollo Sostenible (MADES) en el listado de las Especies Protegidas de la Flora Silvestre Nativa del Paraguay.
La frustración se mezcla con una esperanza que aún persiste. Sostiene que ha consultado a técnicos forestales por qué en todos lados ponen eucalipto y no ponen plantas nativas, por ejemplo, el algarrobo. Refiere que este árbol fertiliza el suelo y tiene muy buena madera, cuando el forraje también es alimento.
“Me dicen: ‘si yo planto eucalipto, lo cuido como un cultivo. Si planto algarrobo, no puedo, porque ahí ya entra como deforestación’’. O sea, deberían tener un sistema de certificación de cultivos e ir por ahí. Porque nadie reforesta con una especie nativa, excepto para sombra y se podría aprovechar mucho más’’, puntualiza.
Mientras tanto, el algarrobo sigue siendo un símbolo de resistencia y una promesa de un futuro más verde para la región.
La sostenibilidad no es solo un ideal; es una necesidad urgente. Adeline y su equipo sueñan con un Chaco donde los árboles nativos, como el algarrobo, florezcan al borde de las rutas, ofreciendo sombra, frutos y sustento tanto para las comunidades como para la fauna local. Sin embargo, desafíos como las leyes restrictivas y la falta de infraestructura adecuada complican este camino.
El desafiante camino hacia la sostenibilidad económica
Con una mezcla de optimismo y gratitud, Adeline celebra un hito significativo para Tucosfactory: por primera vez, los ingresos han alcanzado a cubrir los costos de producción. Aunque la inversión inicial aún no se ha recuperado, este equilibrio marca un punto de inflexión.
—Por primera vez, este año hemos logrado un empate, y a partir de ahora podremos crecer —dice, dejando entrever el orgullo de quien ha luchado por cada logro—. Esto nos permitirá incluso cubrir la inversión en la fábrica. Estimamos que vamos a producir entre diez mil y doce mil mermeladas.
El camino, sin embargo, está lejos de ser sencillo.
Adeline admite que los retos persisten, especialmente en términos de rentabilidad y distribución.
“Lograr entrar a los supermercados desde acá es complicado. Si estuviéramos en Asunción, podríamos encargarnos personalmente de la distribución, pero al incluir a una distribuidora, los márgenes se reducen o el producto se encarece, lo que genera ciertos obstáculos”, explica con franqueza, detallando uno de los aspectos más difíciles de la expansión.
Adeline no se detiene en las dificultades. Para superar estos retos, tiene claro que la clave está en la mejora continua de la logística y el proceso de cosecha.
“Es necesario trabajar con las comunidades para optimizar los tiempos y las formas de cosecha, además de mejorar nuestro marketing para que los productos sean más conocidos. También debemos invertir en maquinaria de mejor calidad”, señala con determinación. Cada paso que da, aunque pequeño, apunta hacia un horizonte de crecimiento.
La esperanza, en su caso, no es un sentimiento pasivo, sino un motor que la impulsa a seguir. “No se puede hacer todo de una vez, pero siempre estamos dando un paso más. Hemos aprendido muchísimo. Esto no es solo un trabajo de una empresa, es algo que solo podemos hacer como una red de mujeres. Por eso, necesitamos el apoyo de Sombra de Árbol y Monte Arte, porque ellos están en el campo, trabajando directamente con las comunidades”, afirma, destacando el espíritu colaborativo que sostiene su proyecto.
Más allá de las cifras y los productos, el impacto de Tucosfactory trasciende. “Este proyecto no solo genera turismo gastronómico y empleo, sino que también transmite nuestra cultura, preserva tradiciones y abre nuevas oportunidades”, concluye Adeline. Sus palabras son un recordatorio de que cada producto lleva consigo un pedazo de historia, de comunidad y de sueños que, poco a poco, se hacen realidad.
El legado del monte
Así, en cada tarro de mermelada y en cada bolsa de harina, se encuentran las historias de mujeres como Lina, Adeline, Martha y Verena, quienes han demostrado que, con determinación y trabajo colectivo, lo que antes era desechado puede transformarse en un símbolo de esperanza y oportunidad.
A través de Tucosfactory y las iniciativas impulsadas por organizaciones como Sombra de Árbol y Monte Arte, estas mujeres están demostrando que el emprendimiento no solo es un camino hacia la autosuficiencia económica, sino también una herramienta poderosa para el fortalecimiento de sus comunidades.
El Chaco, con su calor implacable y su belleza indomable, sigue siendo cuna de historias de resiliencia. Las mujeres que trabajan en este proyecto no solo están cambiando sus vidas; están sembrando un futuro donde tradición e innovación caminan de la mano. Y mientras el mercado descubre los frutos del monte, el legado de estas mujeres crece, enraizado en la tierra que les enseñó a soñar.
Escuchá también: En busca de agua potable y segura para comunidades indígenas del Chaco Central – Podcast Episodio 1
Texto: Graciela Galeano Ovelar.
Entrevistas: Desirée Esquivel Almada, Andrés Colmán Gutiérrez y Graciela Galeano.
Edición: Adriana Miranda.
Fotos: Desirée Esquivel Almada y gentilezas.
Diseño, redes sociales y difusión: TKP La Agencia.
* Este fotorreportaje fue realizado gracias al apoyo de la Fundación Avina, en el marco de Voces para la Acción Climática Justa (VAC).